Una hermosa doncella by Joyce Carol Oates

Una hermosa doncella by Joyce Carol Oates

autor:Joyce Carol Oates [Oates, Joyce Carol]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2008-12-31T16:00:00+00:00


16

—¡Mira aquí, Katya! Con tus ojos preciosos.

Era a principios de agosto. Después de una tormenta de noche, la costa estaba repleta de algas verdes, algas pardas, peces podridos y cientos —¿miles?— de medusas arrastradas a la orilla medio vivas, con los zarcillos transparentes vibrando llenos de veneno. En el estudio del señor Kidder, Katya posaba para el artista, sentada en un taburete con respaldo frente a él, que estaba ante el caballete, a unos metros. Fue entonces cuando el señor Kidder le dijo con la voz más tranquila y objetiva que era un perfeccionista en su trabajo, si no en la vida; quería hacer el «retrato perfecto» de Katya porque era una imagen que había atisbado hacía muchos años, antes de ver a Katya en Ocean Avenue.

Katya se rió, incómoda. ¿Estaba bromeando el señor Kidder? ¿O hablaba en serio? La había sentado frente a un haz de luz que parecía perforarle el cerebro. No podía ver la expresión en el rostro del señor Kidder.

Almas gemelas. Lo saben de inmediato. Nacidos cuando no debíamos. Uno tan viejo, la otra tan joven…

¿Qué dirían de esto sus amigos de Vineland?, se preguntó Katya. Quería reírse: cómo habrían reaccionado. «Un viejo que está intentando ligar con Katya, un abuelo asqueroso, debería darle vergüenza.»

Y luego, Katya le quería. Tal vez.

¡Porque qué bueno era Marcus Kidder con ella! Dándole tanto dinero sin preguntar siquiera si su madre la había llamado para darle las gracias. (No. Essie Spivak no había llamado. Ni siquiera había hecho acuse de recibo del cheque, ni mucho menos expresado ninguna curiosidad sobre él. Su madre estaba «pasando fines de semana largos» en Atlantic City, le había dicho a Katya su hermana Lisle. En qué casinos, y con quién: mejor no preguntar.)

Qué alejada se sentía Katya de su familia. Los Spivak estaban dispersos como criaturas marinas arrastradas a la orilla después de una tormenta terrible, aturdidas y temblando por su vida interior, que en parte era una vida punzante y venenosa, pero la única vida que conocían. Katya pensó: «¡No soy como ellos! No en casa del señor Kidder».

Él la querría como no la quería su familia, parecía prometer. La querría por dos.

—¡Mierda! ¡Maldita sea!

A veces la sorprendía, cuando perdía los estribos. Mientras dibujaba a Katya con sus pasteles, un trazo equivocado podía hacer de pronto que el señor Kidder soltara un taco, rompiera el papel por la mitad y arrojara el pastel al suelo, donde se hacía añicos.

Katya hizo un gesto y esperó que no estuviera enfadado con ella. Acostumbrada a que los hombres, jóvenes y viejos, se volvieran malos de repente, a que echaran la culpa a quien tenían cerca.

—¡Qué difícil de capturar eres, Katya! Un alma delicada, como las alas de una mariposa.

Estos esbozos al pastel eran preliminares para unos cuadros, le dijo el señor Kidder. Su intención era pintar una serie de retratos al óleo de ella que serían unas obras de arte «autónomas», previstas hacía mucho, antes de conocerla en Ocean Avenue.

—Antes, incluso, de que nacieras. Lo sé.

Marcus Kidder hablaba en voz baja, con decisión.



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